La fama es como un perfume: olerlo y guardar el recuerdo, dice Joaquí­n Rocha

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Parece insólito. Y lo es. Sólo año y medio antes de los Juegos Olí­mpicos de 1968, el joven Joaquí­n Rocha fue al Centro Deportivo Olí­mpico Mexicano con una singular solicitud: querí­a representar a su paí­s como boxeador de peso completo. Pero habí­a un obstáculo que podí­a resultar insalvable: no sabí­a nada de ese deporte. No sabí­a ni tirar un jab, mucho menos conocí­a la técnica de eludir golpes y caminar sobre la lona. Lo que animaba su petición temeraria era una vida, no demasiada, pues apenas tení­a 24 años, dedicada al deporte con una ética casi espartana. Habí­a entrenado y competido como pelotari –estuvo nominado para competir en un Campeonato Mundial de pelota vasca–, fue beisbolista y corredor de pista.

La recepcionista del CDOM le dijo que ahí­ sólo llegaban campeones y subcampeones, pero la coincidencia trabajó para su causa y justo llegaba en ese momento el polaco Enrique Nowara, entrenador del equipo mexicano de boxeo. El profesor lo vio recio, musculoso y sobre todo grande, 1.92 metros de estatura y 85 kilos; el equipo necesitaba peleadores pesados.

La hazaña

Aprendió a boxear durante 18 meses y se ganó un lugar en el equipo. Cuando llegó a los Juegos en octubre de 1968, apenas tení­a récord de once combates. Diez ganados y uno perdido. Me la pasé entrenando todo el dí­a y mi vida se convirtió sólo en boxeo, recuerda hoy Rocha con 74 años de edad; aunque también me apoyó mi tí­o Gabriel Rocha, campeón de peso medio en Juegos Centroamericanos y del Caribe en 1935.

Joaquí­n Rocha no era una esperanza para la delegación mexicana en 1968. La inexperiencia y el poco tiempo para prepararse estaban en contra. Sin embargo, habí­a pocos pesos completos registrados, así­ que bastaba un par de combates para asegurar una medalla. No era un tema insignificante, ganar un combate en unos Juegos Olí­mpicos representa ya una hazaña.

Primero enfrentó al ghanés Adonis Ray, un hombre de figura intimidatoria, mucho más grande que Rocha, y mucho más experimentado. Pero el mexicano salió adelante con la voluntad que lo llevó a esa aventura y con la fuerza que lo salvó en tantas situaciones. Esos eran sus mayores atributos. Un derechazo potente en la mandí­bula del africano, que casi lo sacó del cuadrilátero, fue lo que le dio la victoria. No por nocaut, sino porque Ray ya no quiso seguir adelante. La segunda victoria fue ante el holandés Rudolfus Rubens. De la misma estatura que Joaquí­n, pero con una musculatura que asombró a los asistentes a la Arena México en la colonia Doctores. Rocha recuerda que el público pensaba que lo iba a matar el europeo, por su aspecto tan fuerte. Pero Rocha de nuevo salió adelante, aunque esta vez apostó a la velocidad y la precisión.

En la semifinal, enfrentó al soviético Iones Chepulis, más bajo que Joaquí­n, pero mucho más pesado. La diferencia era de 30 kilos. Por supuesto, la capacidad de lastimar era mayor. Rocha recuerda los golpes recibidos, el daño que le infligió el rival, incluso recuerda un uppercut que lo hizo tambalear. El réferi detuvo la pelea cuando lo vio contra las cuerdas. Pero Rocha está convencido que si hubiera contado con un poco más de experiencia, habrí­a avanzado a la final, esa misma que ganó George Foreman.

A pesar de la derrota, y con uno de los récords más magros de la competencia, Rocha consiguió el bronce. Fue el último mexicano en recibir una presea durante aquellos Juegos, la noche del 26 de octubre de 1968.

El martes pasado, visitó la Arena México con sus compañeros boxeadores y medallistas, los mexicanos Antonio Roldán, Agustí­n Zaragoza y Juan Paredes. También estaba el legendario campeón de aquellos Juegos, George Foreman. Una especie de conmemoración y homenaje para aquella generación.

Todos posaron en el centro del recinto donde se consagraron como boxeadores olí­mpicos hace 50 años. Algunos se hicieron profesionales, Foreman se convirtió en leyenda. Rocha abandonó el boxeo unos años después de ganar el bronce.

Cuando me preparaba para ir a los Juegos de Munich en 1972, de pronto nos dijeron que no irí­an pesos completos en el equipo mexicano, recuerda Rocha; eso me decepcionó; terminé por abandonar el boxeo.

Emoción y nostalgia

Rocha cuenta que el martes pasado, mientras posaba y bromeaba con sus compañeros boxeadores, se le removieron sentimientos profundos, algunos recuerdos e imágenes, la nostalgia estaba en el ambiente.

Al recordar, revivimos momentos muy bonitos, dice Rocha; Foreman dijo que se acordaba muy bien de mí­, porque en el 68 nos tomamos una foto en la Villa Olí­mpica, los dos en guardia, y el martes pasado la recreamos. Fue muy emocionante.

Al mismo tiempo, Rocha sentí­a un peso incómodo. Haber abandonado el boxeo con cierta decepción, y el olvido posterior en el que cayeron la mayorí­a de los medallistas de aquellos Juegos.

Con la llegada de Gustavo Castillo a Conade y los conflictos que tuvo con federaciones, en 2017 dio por terminados los contratos de muchos entrenadores, entre ellos los medallistas que trabajábamos en el equipo de boxeo en CNAR, comparte Rocha. Hace año y medio nos dejaron sin trabajo. El señor Castillo ya se va, como ocurre con los polí­ticos, pero nosotros nos quedamos sin nada y marginados.

Rocha nunca quiso entrar al boxeo profesional. Hubo ofertas que quisieron aprovechar la popularidad todaví­a fresca de su medalla en 1968, pero todas las rechazó. En el código ético de Rocha, no acepta que el dinero sea la motivación de un atleta.

Prefirió conservar sus empleos como entrenador de peleadores olí­mpicos, como acondicionador en instituciones públicas y algunas clases particulares.

El mundo del boxeo profesional es sucio, considera; siempre enseñé a mis peleadores que no todo es ganar dinero en el deporte, que deben entenderlo como un vehí­culo de superación moral e intelectual.

Este hombre de 74 años, aún muy alto y amable, dice que no se arrepiente de haber rechazado esas ofertas de ser profesional, con la carnada de dinero y fama. Vive satisfecho y feliz con su familia.

Ayer en la Arena México sentí­ nostalgia, reconoce Rocha, pero la fama es como el perfume, sólo hay que olerlo, porque uno sabe que desaparecerá y sólo nos quedará el recuerdo.

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