Clara García Sáenz
He realizado muchos viajes con mis alumnos universitarios recorriendo Tamaulipas y otros estados de la república, con el propósito de comprender “in situ” el patrimonio cultural.
Pero el viaje más reciente, sin duda en muchos sentidos, fue diferente a todos los anteriores. Aunque en noviembre del año pasado ya me había aventurado a viajar a Tula con un pequeño grupo de alumnos en medio de las olas del Covid, antes de la llegada de Ómicron; este sin duda representó la transición de encierro a la convivencia abierta, la confianza de compartir, la alegría de estar juntos nuevamente.
Un sentimiento de extrañeza me invadía cuando circulábamos por la carretera interejidal en un microbús de la Universidad, porque la mayoría de mis alumnos viajaban conmigo por primera vez; ahí ya no estaban los de hace dos o tres años, que conocía bieny sabía de sus manías, filias y fobias.
Pero finalmente eran mis alumnos, los mismos de siempre, aquellos que tienen el gusto por viajar, por conocer, convivir, sentir un poco de libertad fuera de casa. Eran los mismo, respetuosos, atentos, compartidos, ávidos de conocer, pero con otros nombres, otras caras, otras historias. Eran la magiaque mantiene viva a la universidad, la fuerza que permanentemente se renueva, la juventud perenne que le da sentido al trabajo que hacemos los profesores.
Ahí estaban puntuales a las siete de la mañana abordando el trasporte, bañados, alegres y con lonche en mano. Las risas y las conversaciones no pararon hasta llegar a la Hacienda Santa Engracia, la que recorrimos después de escuchar la clase correspondiente sobre la historia del lugar; después paramos en la plaza del poblado donde se hizo la multiplicación de las flautas de harina con un suculento desayuno donde se intercambiaron sabores y sazones. Visitamos el puente de hierro por donde todavía pasa el ferrocarril, que es una obra de ingeniería y se mantiene en pie sobre el río Purificación.
Pasamos por El Carmen, antigua hacienda ganadera, para de ahí llegar hasta La Mesa, hacienda productora de azúcar en el siglo XIX, que aúnconserva su acueducto, su nave industrial y su chimenea. Una pieza arquitectónica que se mantiene en pie más por la calidad de su construcción que por su cuidado y preservación por parte de los habitantes del lugar.
De ahí nos fuimos al Chorrito, el santuario más importante de Tamaulipas, su paisaje natural y su gastronomía lo hace un lugar digno de visitar, además de ser parte de la antigua hacienda de la Mesa, que durante mucho tiempo usufructuó el santuario en beneficio de sus propietarios.
Degustamos un rico asado de puerco y emprendimos el camino de regreso, paramos a comprar gorditas de elote o las llamadas gordas de acero, pasamos por el templo de San José y después al de Santo Domingo de Guzmán ambos construidos en el siglo XVIII cuya arquitectura habla de la austeridad de materiales con que fueron edificados así como de la variedad de estilos con que fueron levantados en aquella época.
Con el calor de la tarde regresamos a Ciudad Victoria, de uno de los viajes de estudio más cortos y cerca de casa que he tenido, el cansancio venció a mis alumnos al poco tiempo de tomar la carretera, el silencio se apoderó del microbús hasta que una falla mecánica los obligó a bajar y a empujarlo entre risas.
Retomamos el camino a los pocos minutos agotados, asoleados, sedientos, pero felices, conscientes de que la vida nuevamente regresa a su cauce, que el miedo se escabulle y volvemos a reír juntos, tal vez no como antes, porque ya no somos los mismos, ya no estamos con los mismos, pero la vida sigue, la esperanza de que algo mejor está por venir nos mantiene de pie, viviendo el presente, planeando el futuro.
Para despedirnos agradecí el tiempo que pasamos juntos ese día, les dije que esa experiencia servía no solo para cerrar este semestre accidentado (que entre lo virtual y presencial acrecentó la confusión en el aprendizaje), que era un viaje que nos traía de regreso a nuestra vida universitaria.
Tuve también la fortuna de compartir el viaje,además del Maestro Ambrocio, con el doctor Oscar Pizaña, quien fue mi alumno hace algunos años y ahora tengo el orgullo de verle como mi par en la licenciatura de Historia y gestión del patrimonio cultural y con la maestra Mercedes Certucha, investigadora de la UAT, a quien conocí hace poco tiempo y me ha contagiado su entusiasmo, su capacidad de asombro y habilidad de adaptarse a las circunstancias en ocasiones incómodas del viaje. Todos, maestros y alumnos fueron buenos compañeros de esta aventura, que anuncia el regreso a las andadas. E-mail:claragsaenz@gmail.com