Zapopan, Jal. Seis años atrás, Tigres dijo adiós al campeonato de Liga en el estadio Akron. Sentía el hartazgo de la derrota, pero también las burlas que despertaba. En una nueva revancha contra Chivas, el cuadro felino se secó las lágrimas y volvió al mismo suelo que lo dejó sin trofeo para hacer felices a miles de personas en Nuevo León con su octava estrella.
En los tiempos extras de una final dramática (3-2), lo que cimbró los pasillos del templo rojiblanco fue un sentimiento que estaba dormido, casi olvidado; ajeno al exigido día a día del único equipo que juega con más extranjeros que mexicanos.
Miles de cuerpos aliados quedaron exhaustos, sumergidos en la tristeza, llorando y sufriendo en solitario. Eran familias enteras capaces de atesorar y llevar adelante un mismo sueño sin impor-tar las distancias geográficas, pero no pudieron.
Sus más odiados rivales, entre ellos el Atlas y el América, desearon tristezas infinitas para brillar en sus maldades. Y lo lograron. La noche del domingo, la ciudad volvió a ser la capital de Chivas, como pasó en 2017 y aquella época brillante del Campeonísimo. La diferencia es que ahora los que no dudaron de su poderío fueron los universitarios, inspirados por las ideas revolucionarias de Robert Dante Siboldi.
La espera de Tigres llegó a su fin con una generación que se dio el lujo de ganar el clásico regio en instancias finales, coronando su festejo en el podio sin nada que se le reclame. Los que también aportaron a la escenografía fueron los familiares de los jugadores, que ingresaron al terreno de juego rompiendo en llanto. La música, los tambores y las banderas se mezclaron durante un largo rato bajo un solitario grito de “¡Tigres, Tigres!”, que dejó en silencio la sobrepoblada glorieta de la Minerva.
El encuentro decisivo tuvo de todo: momentos ásperos e intensos, así como genialidad. Con una gambeta y un remate pegado al poste, Roberto Alvarado dejó dando vueltas en el 1-0 a Javier Aquino y Nahuel Guzmán (minuto 11). Al poco tiempo, en un tiro de esquina de Alexis Vega, Víctor Guzmán dio un golpe todavía más profundo en las aspiraciones felinas con una volea (19).
Guido Pizarro anotó el tercer gol, el del triunfo de la UANL, en la prórroga.
La dificultad de ganar un campeonato la pueden describir sólo aquellos que lo intentaron y no supieron lograrlo. Las lágrimas de Antonio Briseño, la rabia de Alexis Vega, miradas al cielo del cuerpo técnico de Veljko Paunovic tratando de resolver cientos de interrogantes; pasaron apenas minutos tras el silbatazo para que en el plantel tapatío se sintiera el desastre de la derrota. Sólo quedaron los gritos de ánimo de una minoría que agradeció el esfuerzo pese a su decepción.
A unos metros de ese lugar, los corazones latieron alegres y desangustiados en el banquillo de Tigres, porque la vida puede resultar difícil, pero el futbol concede pasaportes a una felicidad casi infinita. André-Pierre Gignac entendió durante el juego que no tiene que cargar con todo en el equipo rojiblanco. Ahora parece que les dijera a sus compañeros: “elaboren y decidan, yo después veo dónde está el espacio para atacar”. Es como si hubiera descifrado la Matrix.
Siboldi, quien no sólo enfoca con ojos abiertos, sino que dirige y siente igual, asumió en más de una ocasión que este deporte se empecina en ser rebelde e inexplicable por su sentido emocional. Pero desde su llegada a la Sultana del Norte brota una flor atrás de otra al interior del plantel.
Puede que el gran motor de su equipo resida en el sueño de volver a ser campeones, como también en la idea de alcanzar a los más ganadores del país. Todos se convencieron y creyeron, sabiendo lo que tenían que hacer; especialmente cuando los temores aumentaron. Aunque un partido no cambia el curso de las cosas, permite más de un desenlace en los que nadie se quiere ir a dormir. Y el de anoche fue uno de esos.
Ante Chivas, Siboldi no podía haber sido un general sin estar rodeado de coroneles. Cada uno se propuso hacer caer el peso del estadio, con más de 46 mil 300 asientos ocupados. Pero no fue fácil. En el medio hubo una mano de Antonio Briseño, que convirtió Gignac de penal (62), y un cabezazo de Sebastián Córdova que llevó a los dos equipos al alargue (71).
Primero hay que saber sufrir, dice el tango argentino; “después amar, después partir”. Y tras el 2-2 miles de familias en Nuevo León aprendieron a hacerlo. Con el tercero, de Guido Pizarro (110) el alivio fue total.
Lo que queda ahora es el gran festejo. Tal vez tan desmedido como el recibimiento de los tapatíos al autobús auriazul, al que decenas maltrataron lanzando objetos contra elvidrio. Porque el futbol es, entre tantas cosas, una de las formas en las que se transmite el afecto y la rivalidad. Para otros es también la manera de volver a abrazarse con la familia, cantando una canción que se ha vuelto inolvidable.
“¡Ya fuimos al descensooo/ perdimos dos finaleees/ la gente no lo entiendeee/ somos incomparableees!”