Desapego recurrente

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Por: Carlos López Arriaga

Cd. Victoria.- Experiencia terapéutica que me ahorra visitas al psicoanalista. Zambullirme en la totalidad de mis pertenencias personales con el doloroso proyecto de purgar radicalmente haberes y teneres.

Lo cual incluye desde lo más antiguo hasta lo que se incorporó la semana pasada, para quedarme solo con lo útil, lo valioso, significativo. Poco y bueno (repito, como mantram) tratando de convencerme, ante el sinfí­n de adioses a objetos queridos que tan delicada operación entraña.

Traumático, acaso, aunque al final, como luego se dice, nos sobreviene un profundo respiro, paz existencial, simpatí­a acrecentada por el tiempo presente, renovado guiño al futuro.

Entiendo bien a la gente que prefiere acumular de manera irracional los rastros de su experiencia vital, en lugar de limpiar, regalar, vender o tirar. Yo les llamo “cargapalitos”, en recuerdo de cierto insecto alado de la familia de los Lepidópteros, que se distingue por dicha costumbre.

En cajones y baúles están nuestras vidas, tiene su dificultad incursionar en ello. En cada detalle salta la añoranza por tiempos idos. Incluso las alegrí­as de otros años se reinventan con un sabor agridulce, ante la evidencia de su fugacidad, su ausencia.

Y con ello la pena por recuerdos de gente que ya no está, diversas formas de amargura por propósitos incumplidos, proyectos que no avanzaron, libros que no leí­mos.

Aquella idea de aprender otro idioma que se quedó en cursos de discos y libros nunca desempacados. La colección de timbres postales semiabandonada.

Y (recuerdos entre recuerdos) las credenciales enmicadas de escuelas, universidades por donde pasamos, la del primer trabajo, aquel gafete que disfrutamos como una medida superior de nuestra importancia.

Identificaciones que dieron cuenta de nuestra pertenencia a empresas, oficinas, clubes, gimnasios, asociaciones a donde ya no vamos a concurrir nunca, porque renunciamos, cerraron, cambiaron de giro, dimos vuelta a esas páginas, buscamos mejores rumbos.

JUNGLA DE RECUERDOS

Hacer limpia de objetos personales implica embarcarse en diferentes etapas de nuestra historia. Un recorrido no siempre feliz de todo lo que somos y hemos sido, lo fallido, lo exitoso, lo que se quedó a medias. Sueños gloriosos, algunas pesadillas.

¿Qué hacen esas agujetas sin estrenar aquí­, si hace décadas que no uso zapatos de cordón?… Descubro maní­as insospechadas, ¿por qué tengo tantas cajas de clips, grapas, folders de colores, sobres de distintos tamaños, que revelan tiempos diferentes, todo sin utilizar?

Pereza mental acumulada, ciertamente. Aquellas veces que me acobardé ante cajones y armarios atiborrados de mugres, renuncié a sumergirme en ello y por eso preferí­ salir de compras para ahorrarme la búsqueda.

Porque resulta más fácil adquirir otra cajita de clips, más grapas, sobres en papel manila, otro diccionario (cuando existí­an), más extensiones eléctricas, conectores y enchufes que andarlos buscando entre el desorden.

Por acá una foto con alguien en cuya amistad forjamos expectativas nunca cumplidas. Tarjetas de presentación, cartoncillos ya descoloridos de quienes fueron importantes hace 25 o 30 años y ya no lo son, los perdimos de vista, murieron tal vez.

Cierta incomodidad porque la digitalización volvió obsoletos nuestros álbumes fotográficos, hoy que las nuevas generaciones han prescindido de las imágenes impresas. Nos duele que sean antiguallas y (peor aún) el no saber qué hacer con ellas.

¿Qué utilidad le damos a tantos negativos fotográficos si no hay quien los imprima o (si así­ fuera) a ninguna persona más le importan?

Igual, nadie lleva sus fotos a revelar, ante la inmensa ventaja (invaluable, acaso) de que los archivos digitales se comparten al instante y, por lo mismo, habrán de durar bastantes años después de nuestra muerte, mucho más que esas estampas descoloridas de nuestra graduación en primaria.

Escarbamos entre recuerdos gráficos de distintas épocas, incluyendo imágenes amarillentas de nuestros abuelos, que lastimosamente conservamos en sobres especiales con ayuda de cinta Durex, en cajitas que nadie verá hasta que nuestra vida acabe. Hasta que hijos y nietos espulguen con morbo nuestros secretos, para luego hacer quemazón implacable con ellos.

RESTOS Fí“SILES

La tecnologí­a aporta su cuota. Aparece la base de un teléfono inalámbrico pero no el teléfono, la pantalla de una lámpara de mesa, pero no la lámpara. ¿Para qué habré querido yo un foco de luz morada?

¿Qué hacen aquí­ los cargadores y audí­fonos de varias generaciones de celulares que vendimos o regalamos en diferentes etapas?, ¿por qué siguen conmigo?…

Discos blandos VERBATIM de cinco y media, otros de tres y cuarto, nada de esto sirve. Igual destino aguarda a sus sucesores, los discos ópticos llamados CDs, sus hermanos mayores, los DVDs, y los últimos BluRays. Todo debe irse.

No quiero torturarme pensando qué cosas guardé en dichas memorias y qué estaré perdiendo al tirarlas, ahora que todos lo que verdaderamente importa se guarda en la nube, Internet, la red madre.

Videocasetes en BETAMAX y VHS, de pesadas máquinas que ya olvidé cuando me deshice de ellas. Joyas de la cinematografí­a que ahora no necesitan ser transportadas en un objeto (cinta, caset, disco) pues se accesan (o descargan) ví­a servicios como NETFLIX, sin ocupar espacio fí­sico en nuestras vidas.

Pertenezco a una generación que conoció y disfrutó los antiguos discos de acetato, de 33, 45 y 78 revoluciones. Hoy contemplo agradecido esa decisión que tomé hace 25 años cuando los regalé de golpe, para abrazar plenamente la (entonces) nueva era del Compact Disc (CD). Hice de tripas corazón, pero me sirvió, sentó un vigoroso precedente para posteriores purgas, como la de ahora.

Entre la gente del gremio fue también difí­cil (dramático, incluso) decir adiós a las viejas OLIVETTI, OLYMPIA, REMINGTON, para incursionar en las primeras computadoras, allá por los noventas.

Me acuerdo de ello cuando encuentro fosilizada al final de un cajón la última cinta Pelikan de dos colores y su correspondiente cajita de papeletas que serví­an de correctores. Adiós, hasta nunca.

Pienso en los colegas que todaví­a viven entre montañas de periódicos donde cucarachas y ratones comparten recuerdos memorables, preservados como reliquias.

DíAS DE COVID

Y bueno, tecleo estas lí­neas en época de pandemia y confinamiento, cuando mi estudio se encuentra poblado de cajas, bolsas, empaques donde vací­o cajones, armarios, anaqueles. Decisión que, por supuesto, me acalambra: quedarme con lo básico, lo esencial de mí­ mismo.

Tal convencimiento (confieso) no habrí­a sido posible sin “a little help from my friends”, la ayuda del prójimo, el conocido y el desconocido, el frecuentado o nomás leí­do, accesado, visto.

Hace algunos meses, me llegó por WhatsApp el video de una conferencista invitando a quienes estamos en la etapa media de nuestras vidas a realizar esto que hoy, precisamente, estoy reseñando.

Puesto que nada te llevas a la tumba (al otro mundo, dicen) adelántate y depúralo tú, porque seguramente lo harás con más respeto, romperás esas cartas, luego de leerlas y mentalmente nutrirte con los sentimientos que entrañan.

Meterás en bolsitas para darle a alguien llaveros que fueron testigos de algún viaje, plumas, cajitas con recuerdos que significaron mucho en su momento y hoy son objetos inservibles.

Evoco, también, a un viejo maestro (don RUBEN, hoy ausente) cuando me decí­a que las listas de amigos, como las buenas bibliotecas, mejoran sensiblemente cuando las depuramos.

Me precio de haber llegado a tener una biblioteca con más de cinco mil volúmenes, de los cuáles (ver para creer) ninguno queda. Ni los comprados, ni los que me regalaron, también muchos.

Los repartí­, gradual pero consistentemente, entre bibliotecas públicas, colecciones particulares y librerí­as de viejo. Mi acervo es hoy 100% digital, en una sana coexistencia ente el tradicional formato PDF y el cada dí­a más vigente EPUB.

Otra influencia que me animó a convertirme en un depurador serial (contumaz, recurrente, cí­clico) fue el expresidente sabio de Uruguay, PEPE MUJICA.

Consciente, como pocos, del carácter fugaz que tiene la vida, don PEPE insiste y repite a quien quiera oí­rle que debemos andar por este mundo “ligeros de equipaje”, para ser más felices “con el ser que con el tener”, lo cual me remonta a mis lecturas juveniles de ERICH FROMM.

Mejor ser que tener, repetí­ tantas veces en aquellos años formativos. Enseñanza a la que solí­a añadir algo de mi cosecha. “mejor ser que parecer, mejor ser que simular, mejor ser que disfrazarte…”

Y, bueno, finalmente, otra enseñanza que me volvió adicto a la purga periódica de mis haberes personales es cierta idea que se puso de moda en los ambientes de autoayuda y “New Age”.

Un consejo peregrino asegura (a pie juntillas) que el espacio dejado por cada objeto (regalado, desechado, vendido) vendrá a ser ocupado por algo mejor. Lo nuevo (y bueno) que aún nos depara la vida solamente llega si le abres canchita, le haces lugar, área disponible.

Quien se aferra al pasado, quien sacraliza objetos y los convierte en fetiches, cultiva en ellos cierta forma de idolatrí­a (tienen ojos que no ven, oí­dos que no oyen) y cierra puertas al futuro.

Y por futuro entiendo el instante más cercano, el minuto que viene, la hora próxima, el dí­a siguiente. Con esa idea me quedo, tras la enésima recurrencia en eso que llaman desapego. Concepto oriental, por cierto.

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